Desolación

lunes 16 de diciembre de 2013 Comentarios desactivados

Había desolación hasta donde alcanzaba la vista. Los cuerpos estaban amontonados y el único movimiento que se observaba era el de los pájaros dando buena cuenta de los cadáveres.

Un cuervo enorme, con plumas tan oscuras que parecían tragarse la luz, le dirigió una mirada desde el suelo a su lado. Avanzó un par de saltos hasta posarse sobre la cara de un cuerpo que yacía boca arriba. En un parpadeo un ojo colgaba de su pico. Le volvió a mirar como buscando la aprobación de lo que acababa de hacer. No esperó ninguna respuesta y alzó el vuelo.

La Muerte le siguió con su mirada cargada de vacío y alzó su esquelético brazo intentando agarrar al pájaro ya muy lejos de su alcance.

— OS ENVIDIO— susurró con una voz que hubiera hecho enloquecer a cualquiera que hubiese quedado vivo a su alrededor. Sólo hubo graznidos de respuesta.

Categorías: Microrrelatos

Mala suerte

martes 16 de julio de 2013 1 comentario

Un día te miras en el espejo por la mañana y cuentas más canas que años. Las arrugas empiezan a hacerse más evidentes y no puedes evitar preguntarte ¿Qué ha pasado?

La vida no es más que una serie de decepciones y un conjunto de palos. Cuando somos pequeños, vemos a los adultos como si fuesen de otra especie o planeta. «Nunca seremos como ellos» pensamos. Nos imaginamos el futuro lleno de oportunidades y sin preocupaciones.

Cuando llegamos a la adolescencia ya hemos probado del amargo sabor de la experiencia, pero no es suficiente para echarnos para atrás. Nos creemos en la mejor posición del mundo: seguimos sin ser los adultos que tan diferentes a nosotros nos parecen y seguimos conservando la ilusión y fantasía de poder amoldar el futuro como imaginábamos de pequeños. La rebeldía en su máxima expresión.

Crecemos cuando por fin nuestro espíritu es doblegado. Tal es la cantidad de golpes recibidos que somos nosotros los que cambiamos. Nuestros sueños se adaptan para hacerlos más realistas. Somos conscientes de nuestras limitaciones y de las de la sociedad. Y nos convencemos de tal forma que no somos conscientes de que nos hemos convertido en lo que no queríamos ser de pequeños.

Vivir aventuras emocionantes como en las películas. Viajar a lugares en los que nadie ha estado antes. Ser los primeros en descubrir algo que enseñar a los demás. Ponerle el nombre a algo y ser recordado por ello. Todo, todo ello se transforma. Las aventuras emocionantes se quedan en criar a un hijo. Los viajes a lugares inhóspitos se quedan en la esperanza de poder disfrutar algunas vacaciones lo más lejos posible. Y sólo seremos recordados como un número en una sociedad empeñada en clasificar hasta las emociones en una tabla.

Sólo algunos, muy pocos privilegiados, son capaces de que una pequeña parte de ese niño sobreviva en un mundo cruel y desgarrador de almas. Y tenga al menos la oportunidad de cumplir sus sueños. Los demás, nos tenemos que conformar con encontrar nuestro sitio y cumplir unos sueños que nunca han sido nuestros.

Somos la única especie animal del mundo capaz de plantearse su propia existencia. Hemos tenido mala suerte.

Categorías: Reflexiones

Equilibrio

martes 4 de junio de 2013 1 comentario

“Esto no funciona así. El Equilibrio es esencial. Por ejemplo, si en una parte del mundo hay un incendio, en otra debe haber una tormenta para que se mantenga. Si sólo hubiese incendios o tormentas no tardaríamos mucho en irnos al Abismo. Con la magia es lo mismo. Si quiero hacer un hechizo flamígero, algún otro mago en cualquier otra parte del mundo, debe hacer uno acuático de igual fuerza e intensidad. Bajo esta premisa al principio se pensó que cuantos más magos hubiese, más magia podrían hacer entre todos porque habría más posibilidades de hacer un hechizo que mantuviese el Equilibrio de otro. Pero se equivocaron. El Equilibrio es más frágil de lo que parece y no terminó bien. Se aprendió por las malas que para mantener el Equilibrio también es necesario dejar pasar tiempo. Muchos magos murieron calcinados por combustión espontánea o fritos por rayos en un día soleado. Aquello fue sólo un aviso, pero la magia ya no fue la misma desde entonces.”

– ¡Vale, tío! Yo sólo te había pedido que hicieses una hoguera para calentarnos, que esta noche va a hacer un frío que pela. No hacía falta que me soltaras ese rollo.

– Bueno, tengo esta yesca y pedernal que si las chocamos… ¡Magia!

– Como mago no vales gran cosa.

– Pero es que el Equilibrio…

– ¡Ya, vale! Nasnoches.

Categorías: Relatos

El autobús (microrrelato)

miércoles 31 de octubre de 2012 1 comentario

Mirando por la ventanilla del autobús Jon sólo vio ruinas grises y polvo en suspensión permanente. La Gran Guerra terminó en catástrofe. Todos perdieron. La costa este quedó arrasada, pero la oeste se libró. Un nuevo gobierno se estableció allí y entre sus primeras medidas populistas estaba el rescate de supervivientes de toda la zona arrasada: unos tres millones de kilómetros cuadrados. La intención quedó reducida a un autobús que recorría todas las ciudades y pueblos en esa área recogiendo a los supervivientes que encontrasen.

Jon fue de los primeros. Después de casi diez años recorriendo ruinas, apenas llegan a una veintena. Quizás fue la radiación o la soledad, pero sentía su cuerpo amoldado a los baches, sus ojos acostumbrados al polvo de la carretera y su alma ligada a ese viaje. Nadie sabía cuántos años más tardarían en llegar, pero Jon presentía que su corazón se detendría en el instante que el autobús apagase el motor por última vez.

Microrrelato seleccionado para el certamen «On the road» de la editorial ArtGerust.

Categorías: Relatos

Jen

martes 22 de May de 2012 1 comentario

El día comenzó nublado con un gris tormentoso. Jen se había levantado pronto de la cama y llamó a sus sirvientas para que la ayudaran a lavarse y a vestirse. Ese día escogió un vestido de seda verde con encajes de hilo de oro. El escote quedaba insinuado tras unos cordones que servían para cerrar el vestido por delante. – Perfecto – pensó. Había aprendido que una pequeña distracción ayudaba mucho a la hora de convencer a los hombres. Bajó de la torre donde estaba su habitación hasta la sala de audiencias del castillo. Hoy le esperaban tres personas para verla según le informó su consejero, Ser Horas Harrington.

La primera era un aldeano harapiento. Jen agradeció la distancia que les separaba porque por la cara que ponían los soldados de la guardia que lo escoltaban debía hacer algo más con los cerdos aparte de criarlos.

– Mi señora – comenzó derrumbándose de rodillas -, no puedo seguir trabajando en estas condiciones. Los lobos han vuelto a atacar varios días durante esta semana y prácticamente han terminado con todo el ganado. Únicamente he podido salvar un par de cerdos escondiéndolos en mi casa. – Eso explicaría el olor – pensó Jen. Últimamente tenía que lidiar con un montón de quejicas. Casi todas las personas que iban a verla eran para pedirla favores. – ¡No estoy hecha de oro! – la hubiera gustado gritar. Pero se contuvo.

– No os preocupéis. Ser Horas, preparad una partida de caza y que no regresen hasta que no me traigan al menos una decena de cabezas de lobo.

– Es usted muy generosa – dijo el aldeano agachando la cabeza -. ¿Pero qué voy a hacer sin casi ganado? Tengo varios hijos que alimentar y un par de cerdos no son suficientes.

– Estoy segura de que ya se os ocurrirá algo. Os las habéis apañado para engendrar un montón de hijos sanos y fuertes. Seguro que también os las apañáis para salir adelante. Guardias, haced pasar al siguiente.

Al aldeano le hubiese gustado protestar pero antes de que pudiese decir alguna palabra coordinada los soldados le estaban sacando a rastras de la sala. – Ahora habrá que ventilar esto – susurró a Ser Horas arrugando la nariz.

El siguiente peticionario era un mercader. Llevaba ropas vistosas aunque un poco raídas. Así a simple vista era imposible saber a qué se dedicaba realmente, pero desde luego daba a entender que no vivía en la opulencia.

– Lady Wadsworth, vengo a solicitaros consejo – dijo hincando la rodilla. – ¡Vaya! Esto es diferente – pensó Jen -, pero es mucha molestia sólo para un consejo. Seguro que también viene a recrearse la vista.

– Expón tu caso, mercader.

– Soy un mercader del puerto. Trabajo con todo tipo de mercancías, procedentes de casi todos los puntos del continente y de más allá del océano: especias, alimentos, joyas, metales y en algunas ocasiones hasta armas y armaduras. El otro día un capitán de un barco del otro lado del mar me ofreció comerciar con otra cosa diferente.

– ¿Esclavos? – sugirió Jen. Por todos era sabido que el esclavismo era algo muy común al otro lado del mar. Aquellos salvajes de las ciudades libres venderían a su propia madre si con ello sacaran algún beneficio. No conocían el honor a menos que estuviese chapado en oro y perfumado con sales arómaticas.

– Precisamente, mi señora. Vengo a pedir el consejo para saber qué debo responderle al capitán del navío.

– ¿Aún se encuentra en la ciudad?

– Sí. Dijo que se quedaría unos tres días antes de partir de nuevo.

– Bien. Convocadle de inmediato y decidle que abandone esta ciudad lo antes posible si aprecia en algo su vida. No toleraré esclavos en mis tierras. Y si tiene la poca cabeza de rehusar, puedes decirle que esta ciudad su vida valdrá menos que su honor.

– Cómo deseéis, mi señora – respondió con una reverencia no sin antes recorrerla entera con la mirada y salió por su propio pie de la sala.

– Este es el problema de las ciudades portuarias. Cualquier puede atracar en su muelle y descargar la mercancía que le venga en gana – le susurró a Ser Horas.

– Ciertamente es un problema. ¿Desea mi señora que levantemos un control de las mercancías que salgan y entran del puerto?

– No. Afortunadamente no se tratan más que de casos aislados. Por mucho que me disguste la idea, un mercado libre es más favorable a prosperar. El control traería más picaresca de la que ya hay. ¡Guardias! Haced pasar al siguiente. Estoy cansada de tanta palabrería y quiero retirarme pronto.

– Mi señora – dijo uno de los guardias -. No quedan más solicitantes.

– Creía recordar que habíais dicho que había tres esperando audiencia.

– Así era, pero uno de ellos ha decidido marcharse antes de que le tocase su turno. ¿Voy en su busca, mi señora?

– No. Dejadlo estar. Si no ha sido capaz de esperar es que no sería un asunto importante. Si se vuelve a presentar en otra ocasión haced que pida la audiencia desde el calabozo.

Jen se despidió de Ser Horas y de su guardia. Uno de ellos insistió en acompañarla a su habitación, pero ella se negó. Tenía ganas de descansar sin preocuparse de tener nadie detrás de ella vigilando sus movimientos. Subió las escaleras de la torre y se metió en su cuarto. Dirigió la mirada hacia una pila de libros que tenía encima de la mesa, enfrente de la ventana. Llevaba días leyendo todo lo que había encontrado en el castillo acerca de los Hosfadter, la casa que gobernó aquellas tierras hacía cientos de años antes de que su linaje se extinguiera. Aunque no creyera en supersticiones o maldiciones, ella era la última viva de la casa Wadsworth y confiaba en encontrar algún tipo de explicación sobre el aciago destino que sufrían todos los gobernantes de aquel castillo.

– ¡Qué raro! – susurró – Juraría que no había dejado los libros tan revueltos.

– Eres muy lista. Me gustan que sean listas además de hermosas – dijo una voz desde las sombras. Debido al día nublado la habitación estaba en una penumbra constante. Durante un instante Jen sintió que aquella voz provenía de todos los rincones oscuros de la habitación.

– ¿Quién eres? ¡Muéstrate! – gritó Jen – ¡Guardia! ¡Guardia!

De entre las sombras de las cortinas apareció un hombre. Iba vestido con un traje de pieles de animales, burdamente cosidas entre ellas. Tenía el pelo largo por los hombros y un rostro muy curtido rodeando unos ojos marrones. Su mirada denotaba odio y lujuria a la vez.

– No te servirá de nada llamar a la guardia. Les has dicho que te dejaran en paz y desde lo alto de la torre no van a oír.

– ¿Qué quieres? ¿Oro? ¿Joyas? ¿Un título? ¿Tierras? Pide y lo tendrás, pero por favor no me hagas daño -. Jen se dio cuenta de que estaba sollozando. Las piernas la temblaban  y si no estuviese apoyada sobre la mesa se habría derrumbado.

– ¿Te crees que puedes comprar a un hombre libre con esas cosas? Me río de tus títulos y meo en tus joyas. Lo que quiero es a ti -. La mirada del salvaje se clavó en el generoso escote que llevaba Jen -. Estabas demasiado ocupada esta mañana para recibirme, pero ahora voy a tomarte tanto si quieres como si no.

El salvaje ocupaba el único acceso de la habitación, aún así Jen decidió que tenía que intentarlo. Se abalanzó sobre él con el objetivo de derribarlo y conseguir al menos una oportunidad para escapar. Pilló al salvaje por sorpresa y consiguió desequilibrarlo lo suficiente para que cayera, pero él consiguió agarrarla del brazo antes de caer y ambos rodaron por el suelo. Jen no era tan fuerte físicamente y por más que se agitaba no conseguía soltarse. El salvaje cogió los cordones que cerraban el escote del vestido con la otra mano y tiró con fuerza desgarrando el vestido y dejando al descubierto sus pechos.

– ¡No! ¡Por favor! ¡Me haces daño! – gritó entre sollozos intentando cubrirse con el brazo que conservaba libre.

– ¡No te resistas o será peor! – La zarandeó provocando incluso más gritos y sollozos. Jen intentaba dar patadas y puñetazos pero sólo acertaba al aire, mientras el salvaje seguía arrancándole lo que la quedaba del vestido.

Una de las patadas acertó al salvaje en el vientre provocando que se doblara del dolor inesperado. Inmediatamente otro puñetazo fortuito dio de lleno en la nariz que empezó a sangrar.

– ¡Maldita seas! Te crees mejor que yo sólo por vivir rodeada de sedas y protegida por murallas. Pues tus murallas no te han protegido de mí y desde luego la seda tampoco – dijo mientras agitaba el resto del vestido que aún tenía en la mano -. Escúchame bien. El pueblo libre va a recuperar el sur y nadie nos lo podrá impedir. En estos momentos miles de mis hermanos estarán cruzando ya el Muro.

Jen estaba temblando y tenía la vista borrosa. El frío del suelo de piedra se le estaba calando en los huesos y las lágrimas recorrían su cara. El salvaje la alzó tirando del brazo por el que aún la sujetaba y se la acercó a los labios para besarla. De manera instintiva Jen abrió la boca y le mordió en la nariz aún chorreante de sangre. Su grito retumbó en toda la torre, alertando a toda la guardia del castillo.

Dominado por la ira alzó con ambas manos a Jen y la arrojó contra la ventana, rompiendo madera y cristales y arrojándola al vacío, justo en el instante en que los soldados llegaban a la habitación. Lo último que se le pasó por la mente a la última Wadsworth fue el extraño sabor en su boca, mezcla de sangre y lágrimas.

Categorías: Relatos